¡Ya tenemos el título para el II Proyecto de escritura conjunta! Nuestra historia se llama... Sector Sigma. Así que sin más dilación, os dejo con el segundo capítulo, esta vez de la mano de Paula.
II
CECIL
No soy el tipo de persona al que le gustan los clichés
y los estereotipos y, sin embargo, me veo obligado a empezar esta historia con
uno de ellos.
Y es que me fijé en ella desde la primera vez que la
vi.
Porque sí. Porque caminaba rápido sobre el linóleo
blanco de la sala de espera con esa precisión casi quirúrgica por la cual la
primera zancada era igual de larga que la segunda y la segunda igual de larga
que la tercera y sus botas negras con suela de aleación de níquel y titanio
apenas rozaban el suelo entre ellas, como si flotase. Porque parecía
particularmente pequeña bajo su traje reglamentario de licra sintética y aun
así para nada vulnerable, manteniendo la espalda erguida, los hombros rectos,
los brazos levemente separados del tronco, como si hubiese calculado al
milímetro todos y cada uno de los pequeños aspectos de su postura. Barbilla
pequeña, nariz afilada y mirada esquiva sobre los pómulos redondos, delimitados
por una línea tan marcada que podrías recorrerla con las yemas de los dedos.
Los ribetes de color amarillo pálido y azul oscuro en las costuras de la ropa
indicaban que provenía del Área 1, sector 7 y, sin embargo, había tantas cosas
en su presencia, en el aura que la rodeaba, que la hacían distinguirse de una
chica de campo cualquiera que sin duda alguna pudiese haber llenado cientos de
páginas y millones de libros intentando enumerarlas todas.
Me fijé en ella por todo esto. Pero, sobre todo, por
su pelo.
Porque estaba mojado.
Negro, cortado a la altura de los hombros; un poco más
largo en los laterales que en la parte trasera, dejando al descubierto piel
fina y pálida en la nuca. Liso, levemente desordenado pero aun así
meticulosamente peinado, como si los pocos mechones revueltos que caían a los
lados hubiesen sido desplazados a propósito. Húmedo en algunas zonas y empapado
en las puntas, tornándose de un color más oscuro, más profundo, más vibrante.
“¿Insubordinada?”
La pregunta se deslizó por mi mente al instante,
rápido, involuntario, del mismo modo que la respuesta.
“Sin ninguna duda.”
Sacudí la cabeza y aparté aquel pensamiento de mi
mente rápidamente. Ella no se dio cuenta de que la estaba observando hasta que
no hubieron transcurrido unos cuantos minutos. Durante unos instantes ella
también miró a mí, y yo me negué a apartar la vista. Así que se la sostuve.
Tenía los ojos verdes y sus pupilas resplandecían bajo los brillantes focos de
la sala. Nos mantuvimos así durante segundos, primero, y minutos, después.
Ninguno de los dos nos inmutamos, ni siquiera cuando la cuenta atrás de
seguridad previa al teletransporte comenzó. Aún atrapado en su mirada, mi último
pensamiento antes de desaparecer en un fogonazo de luz blanca fue: “espero que
nos asignen en el mismo pelotón.”
Rematerializarse es, sin duda, la peor parte de aquel
método de transporte. Desaparecer es incómodo, molesto y dura unos cuantos
minutos. Volver a componerse tarda tan solo unos segundos, pero esos segundos
parecen más largos que milenios: puedes notar como la máquina te recompone,
átomo a átomo, molécula por molécula, de los pies, primero, al tronco y después
la cabeza. Es un proceso mucho más doloroso que te sacude por dentro como mil
descargas eléctricas.
Para cuando recuperé la visión, tenía la sensación de
que había transcurrido poco más de un cuarto de hora desde que el viaje inició,
pero, de todos modos, lo comprobé en mi comunicador. Deslicé el dedo índice de
la mano derecha sobre la pantalla táctil y ésta se activó, emitiendo un pequeño
pitido. Hacía tan solo unos meses que se había puesto de moda entre los chicos
de mi edad transportar la pequeña tarjetita cuadrada y semitransparente colgada
del cuello, sobre la ropa. Personalmente, seguía prefiriendo mantenerla oculta,
sujeta a la muñeca. Tener que cargar con ella obligatoriamente a diario era lo
suficientemente incómodo como para, además, vanagloriarse de ello, mostrándola
a todo el mundo, como diciendo “eh, mírame. Cumplo tan bien las normas, todas
ellas, incluso las más incoherentes, que necesito que todos lo sepáis.” Era
estúpido. Terriblemente estúpido.
Pero lo cierto es que la mayoría de adolescentes de mi
generación eran precisamente eso. Terriblemente estúpidos.
El comunicador tardó unos segundos más de lo normal en
encenderse, pero lo hizo igualmente. Achaqué la tardanza al reciente
teletransporte y no le di ninguna importancia. Después Nadia me saludó,
sonriente. Le devolví la sonrisa sin ningún motivo en particular. No tenía por
qué, pero me sentía incómodo si no lo hacía. Después pregunté.
—
¿Qué
hora es?
—
Las
once y treinta y seis minutos, Cecil.
—
Gracias.
El transporte estaba programado para comenzar a las
once y veinte minutos. Hacía dieciséis minutos, exactamente. No lo había
predicho exactamente, pero no estaba mal.
Llegados a este punto, y solo por si acaso lees esta
historia desde otra época, dimensión, universo, eres soberanamente idiota o
simplemente has vivido los últimos setenta años dentro de una caja, tengo un
par de cosas que explicarte. Lo primero es que un comunicador es un dispositivo
electrónico que todos los habitantes de entre diez y ciento veinte años nos
vemos obligados a transportar con nosotros cada vez que salimos a la calle o
simplemente nos alejamos más de diez metros de nuestra unidad familiar. El
comunicador contiene toda la información existente sobre cada individuo:
nombre, edad, peso, altura, fecha de nacimiento, sector y área al que
pertenece, etcétera. El gobierno dice que es una medida destinada a localizarnos,
protegernos y ayudarnos en el caso de que nos encontrásemos en peligro. Yo digo
que el gobierno no tiene ni media intención de proteger a nadie pero muchísimas
ganas de controlar a todo el mundo. Bueno. No lo digo, porque no es el tipo de
cosa que puedas decir en voz alta sin que te obliguen a someterte a una larga
sesión de reeducación en el mismo momento en el que pronuncies la última
palabra de la frase, pero estoy seguro de que puedes hacerte a la idea.
Pero esa no es la única utilidad que tienen los
comunicadores. También te permiten acceder a múltiples bases de datos
autorizadas, tienen reloj, mapas, cámara y función de lo que antiguamente, hace
ya unas cuantas décadas, se llamaba teléfono móvil. En el interior habita una
especie de avatar, una inteligencia artificial y virtual que gestiona todas
esas funciones por control de voz. Coloquialmente se les llama “almas” porque
esa inteligencia artificial es distinta para cada ciudadano, y generalmente
crea su aspecto, personalidad y apariencia a partir de la del poseedor. Así que
según es habitual, los chicos obtienen avatares masculinos, y las chicas
obtienen avatares femeninos. Nadia es el alma de mi comunicador. Y sí, es una
chica. Y no, yo no soy una chica. Nadia tiene el pelo rojizo, las pestañas
largas y las facciones tan suaves como la voz. Nadia sonríe y es dulce y
servicial y me ha proporcionado años y años de burlas por parte de los chicos
de mi edad. Nadia me llama siempre por mi nombre y me pregunta “¿necesitas algo más, Cecil?” y en
aquel momento no podría importarme menos lo excéntrico o extraño de su género.
—
Nada
más, de momento. Duerme.
—
Está
bien. Llámame más tarde, si lo necesitas.
Desactivo la pantalla dando un pequeño golpecito en un
lateral y solo entonces me paro a observar la estancia en la que me encuentro.
El edificio del Centro de Preparación de Soldados es grande y tiene las paredes
cubiertas de grandes placas metálicas y brillantes que te permiten ver tu
propio reflejo al pasar. Solo puede accederse a él por teletransporte, y
únicamente si posees la clave adecuada, así que nadie sabe exactamente donde se
encuentra, y nadie allí, además del personal administrativo, supera los
veintidós años. Suspiro profundamente y me coloco en el último lugar en la
larga cola, dispuesto a comenzar con la inscripción obligatoria.
A aquella chica no vuelvo a verla hasta unas horas
después, tras rellenar múltiples formularios y someterme a aún más chequeos y
análisis obligatorios. Coincidimos en la sala de espera para la última revisión
médica. Yo espero, incómodo, impaciente, sobre una silla metálica, deseando
irme de allí. Ella espera con las piernas cruzadas, sentada tan solo unos
asientos más allá, con el pelo ya seco y la postura tranquila y calmada. Hay
algo en ella que hace que definitivamente no se parezca a ninguna de las demás
chicas que hay en la habitación y, sin embargo, observándola así, no parece que
esté descontenta de encontrarse allí. Parece que quiera estarlo.
Para alguien que probó todas las trampas y
estratagemas inventadas y todavía por inventar para tratar de suspender el
examen de ingreso, es complicado hacerse a la idea de que alguien pueda haber
querido alistarse en ese sitio voluntariamente. No soy capaz de entenderlo, así
que la sigo observando hasta que es mi turno y después, de una vez por todas,
puedo marcharme a casa. Pienso que ojalá
no tuviese que volver al día siguiente. Pero, como eso es completamente
imposible, deseo con todas mis fuerzas poder, al menos, volver a verla mañana.
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