La Puerta (I)


I

Hubiese esperado cualquier otra cosa, pero ante sus ojos no había nada. Absolutamente nada. Si cruzaba, no sabía lo que podría ocurrir, y nadie le garantizaba que fuese a gustarle; de hecho, todo apuntaba a lo contrario. Sin moverse, Marina miró hacia atrás y vio la ciberteca, que en realidad ya no era tal, sino que se había convertido, bajo los destellos de la puerta, en una inquietante reproducción del mundo en el que se desarrollaba el juego. Y justo detrás de ella, aquella extraña marioneta cubierta de pequeños humanoides que tan macabra se le antojaba, fijaba en ella su mirada vacía. Ya no alcanzaba a ver la calle al otro lado del escaparate, porque éste había desaparecido. Y delante de ella, la oscuridad más absoluta. Al parecer no le quedaba otra opción que cruzar la puerta, pero no sabía lo que podía pasar. “Por muchas veces que abras una puerta, por muy segura que estés de dónde te va a llevar, siempre existe la posibilidad de que te equivoques. Siempre existe la posibilidad de que esa puerta te lleve a otro lugar.”

Cerró los ojos con fuerza.
Siempre había soñado con que algo extraordinario diese un vuelco a su vida, y ahora que había sucedido, Marina deseaba con todas sus fuerzas que todo volviese a ser normal, como siempre. Pero al abrirlos, todo seguía igual. Entonces Marina fue realmente consiente, por primera vez, de la magnitud del asunto en el que estaba metida. De repente, pensó en Maurice, y en los otros chicos desaparecidos. Y sintió que no tenía opción. Titubeante, traspasó el umbral.

Al principio no vio nada, tan solo sintió como caía a una velocidad vertiginosa, y más tarde empezó a girar en un remolino de colores. Todo iba tan deprisa y era tan confuso que Marina se mareó, y se vio obligada a cerrar los ojos. Súbitamente, aterrizó con fuerza contra un suelo que había aparecido repentinamente bajo sus pies, y cayó de rodillas. Marina se levantó rápidamente y abrió los ojos de par en par. Reconoció enseguida el lugar exacto en el que se hallaba: la linde del bosque de Alandor. Ella y el extraño hombre-marioneta habían aparecido junto al tocón en el que, horas antes, había estado hablando con al avatar de Maurice, que seguía allí, tranquilamente; y por el modo en que les miró, Marina diría que les había estado esperando.

-Os he hecho caso. Aquí me queríais y aquí me tenéis.-sentenció Marina.- Y ahora, ¿dónde está Maurice?

-Ven con nosotros.-dijo la marioneta, ignorándola por completo. En ese preciso instante el guerrero se levantó y se acercó lentamente a ellos con paso amenazador.

-No pienso moverme hasta que no me digáis donde están Maurice y los demás.

-¿Es que no has oído? Síguenos.-ordenó el guerrero.

-¿Y qué pasa si no quiero?-respondió Marina desafiante, y dio media vuelta. Al instante, oyó algo rasgando el aire a sus espaldas, y se agachó instintivamente, justo a tiempo para esquivar el hacha  del guerrero, que se quedó clavada en el tronco del árbol que tenía detrás.

Esa prueba de lo peligroso que era aquel personaje y de lo que podía hacerle si no obedecía fue precisamente lo llevó a Marina a decidirse a no hacerlo. Lo primero que le vino a la cabeza fue alejarse hacia la ciudad, pero al mirar en esa dirección comprobó con horror que se acercaba hacia ellos una docena de orcos que no parecían tener muy buenas intenciones. Eran unas criaturas toscas y bastante torpes, por las que no merecía la pena preocuparse a no ser que fuesen en grupos bastante mayores que aquel. Pero claro, eso era cuando no estaba sola frente a ellos, sino en compañía de sus amigos y, sobretodo, de un carcaj repleto de flechas.

Cuando todo aquello no era más que un juego.

El guerrero estaba inmóvil, mirándola fijamente, preparado para reaccionar ante cualquier movimiento inesperado por parte de Marina. Había perdido el hacha, pero ella sabía que no tendría ninguna dificultad en reducirla en una pelea cuerpo a cuerpo, aunque ni siquiera se había planteado aquello. El hombre de madera había desparecido.

De modo que solo quedaba una salida: el bosque. Marina sospesó rápidamente sus posibilidades. Si se adentraba en Alandor sería presa fácil para una emboscada, eso si el guerrero no la alcanzaba antes, aunque por otra parte, ella era ágil y rápida, y probablemente el guerrero tendría dificultades para correr con toda aquella armadura a cuestas. De nuevo, se dio cuenta de que tenía que hacerlo, aunque no quisiera.

Súbitamente echó a correr, y en un par de segundos, se internaba entre los árboles. Apenas unos instantes más tarde, oyó el chirriar de una armadura a sus espaldas.

A pesar de lo indudablemente peligroso de la situación , Marina no podía evitar emocionarse mirando a su alrededor. Conocía a la perfección cada camino, el nombre de cada planta, los usos de cada flor. Sabía cuales eran los mejores árboles para tallar flechas, y los lugares donde abundaba la caza. Lo descubrió todo en su casa, desde la pantalla de su ordenador, con una privilegiada vista de pájaro; y ahora lo recorría ella misma: estaba allí, podía tocarlo, olerlo.

Marina seguía corriendo con todas sus fuerzas, aunque hacía rato que había dejado de escuchar al guerrero tras de sí. Empezó a preguntarse cuándo pararía, y qué haría entonces, a dónde iría. Justo en ese instante el hombre de madera surgió de entre unos árboles, tan repentinamente que Marina chocó contra él, y éste la agarró por la muñeca. Los hombrecillos que se encargaban de mover su mano fueron pasándose lentamente a la de la chica, y ella gritó e intentó zafarse cuando notó el cosquilleo de sus pasos sobre la piel. Por más que se revolvía, no lograba que el muñeco la soltase, y en una de las sacudidas que dio, lo zarandeó con fuerza.

Entonces todos los seres saltaron sobre ella. Todo el bosque pareció enmudecer. La chistera del muñeco calló prácticamente a cámara lenta, y el choque contra el suelo resonó estridentemente en el inquietante silencio de Alandor. La madera de su cuerpo empezó a secarse rápidamente. Marina gritaba, pataleaba y se sacudía entera, pero no conseguía librarse de los hombrecillos. Empezó a notar una extraña rigidez en la mano, lo alzó ante su cara y comprobó, con horror, que las yemas de sus dedos se estaban volviendo de madera. Se dio cuenta de que cada vez le costaba más esfuerzo moverse. Acabaría por transformarse en un ser deforme, vacío y sin voluntad.

Marina apenas podía ya balancearse lastimosamente en un último e inútil esfuerzo por sacarse de encima a aquellos hombrecillos, que, poco a poco, iban haciéndose con el control de su cuerpo. Sus piernas, sus brazos y parte de su torso eran ya de madera.

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